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Img de fondo: Cyberpunk City, dibujo de Greg Boychuk, 2007. Fuente: Devianart.

–"Wasca", de Neal Stephenson. Nuevas
tecnologías, usuarios y mercados: una
aproximación desde el post-cyberpunk.

POR CLAUDIO IGLESIAS Y CARLOS GRADÍN

El siglo XX se mostró amplísimamente interesado en "lo técnico", interés que transitó desde las pesadillas promovidas por el automotor en los escritores de la belle époque hasta una completa generación de académicos y teóricos de distintas nacionalidades y campos que, desde los años ’90 delinearon una nueva tierra prometida crítica. Lo cierto es que la tecnología, como recurso crítico, sirvió para casi todo: queda por verse de qué tecnología hablamos, qué orígenes y qué usos tuvo, qué representaciones culturales suscitó y de cuáles dependió para existir.

Leer Wasca, por Neal Stephenson. (1)

Presumiblemente el lector esté cansado de ese tipo de textos críticos y sociológicos sobre los nuevos medios y dispositivos tecnológicos cuya principal virtud oscila entre la comprobación periodística de la impronta que el salto informático de las últimas décadas tuvo sobre la subjetividad y la permanente malcomprensión de todo el fenómeno, la exacerbación de la inexorabilidad objetiva y externa del desarrollo técnico así como su uso como palanca cómoda para la construcción del referente crítico (el presente como objeto de estudio), ya periodizado y legitimado de fábrica. Es cierto que el siglo XX se mostró amplísimamente interesado en "lo técnico", desde las pesadillas promovidas por el automotor en los escritores de la belle époque hasta una completa generación de académicos y teóricos de distintas nacionalidades y campos que, desde los años ’90 al menos, y con una avidez imparable, delinearon una nueva tierra prometida crítica consistente en iconogramas perdurables: el ciberespacio, el cibertiempo, los mundos virtuales, las comunidades artificiales, las subjetividades emuladas, las nuevas formas de la comunicación y el espacio público y la subsiguiente, interminable lista de tópicos y emblemas del futuro cuyo inventario exhaustivo es innecesario. Lo cierto es que la tecnología, como recurso crítico, sirvió para casi todo: queda por verse de qué tecnología hablamos, qué orígenes y qué usos tuvo, qué representaciones culturales suscitó y de cuáles dependió para existir. Que el lector cuya única fuente de interrogación tecnológica sea Paul Virilio (2) desconozca modelos de máquinas y fechas de lanzamiento al mercado así como las diferentes marcas y plataformas de software desde las cuales se produce a diario el salto al vacío de la nueva era, en este punto, no es más que un síntoma. La crítica se ha manejado hasta aquí como si la informática y sus productos sirvieran para abolir una noción de tiempo (o de espacio, o de sujeto, o de sociedad, etc.) y fundar una nueva en su lugar, y no para recibir usos concretos como bienes de producción y consumo articulados con un cierto estado de la sociedad y la economía. Pero el palpable divorcio entre los usos concretos de la informática y las faraónicas expectativas críticas sobre la disolución del espacio–tiempo en los entornos virtuales puede revelarse, él también, como una disociación envolvente, ella misma terriblemente funcional a la historia reciente de la tecnología. Con el cuento de Neal Stephenson (3) que presentamos, con este breve ensayo a modo de introducción, trataremos de situar una serie de olvidos y conflictos en el centro de la escena.

1. Distopía y mercado negro

Con mayor paciencia, en cuanto a las raíces de su ideario temático y como primera aproximación al cuento de Stephenson, esta profusión de temas críticos puede vincularse fácilmente con el espectro de problemas y autores nucleados en torno de la tradición cyberpunk, conocida por sus recurrentes distopías sociales y por un concepto casi siempre monstruoso de la interacción hombre-máquina. Bruce Sterling (4) , uno de los "gurúes" del movimiento, situó su punto de eclosión en 1985, más precisamente en el nr. 14 de la revista Interzone, que venía con un artículo definitorio titulado "La nueva ciencia ficción", y que corresponde a una ruptura consciente que se produjo dentro del campo de esa literatura, a la que se acusaba de anquilosamiento y recaída en temáticas propias del entretenimiento infanto-juvenil, así como del abuso de clichés del tipo de los viajes interplanetarios o el enfrentamiento con extraterrestres. La aparición de los cuentos y novelas cyberpunks (escritas por un grupo de escritores entre los cuales el ya mencionado Sterling y William Gibson (5) lograron mayor celebridad) marcó un giro hacia un realismo sucio, con tramas ambientadas en un futuro muy cercano y, sobre todo, insertas en contextos socio-históricos definidos. Como mínimo, esto implicó un paso al costado respecto de las aventuras espaciales y las parrafadas de divulgación científica, e introdujo una serie de elementos que reformulaban la relación entre los individuos, las empresas y el Estado, entre los productos tecnológicos y la sociedad, entre los cuerpos y las máquinas. Las novelas cyberpunks transcurrían en mercados negros de partes de tecnología y drogas sintéticas, en un futuro de desregulación salvaje y nula presencia de la autoridad estatal. Así, lejos de idílicas fantasías técnicas, el cyberpunk devolvía la tecnología a su hábitat natural: "La calle", decía Gibson, "encuentra su propio uso para las cosas" (y donde dice calle puede leerse también: la oferta y la demanda).

Todo esto ya describe cómo el directorio de tópicos críticos vinculados con la revolución informática y su impacto social, e incluso el "anti-humanismo" al que nos condenaría este impacto, surgen de la tradición cyberpunk y, al mismo tiempo, en cierto sentido rompen con ella, escamoteándole un decisivo elemento histórico y económico, más cercano a las tramas del policial negro que a la pura consagración de la tecnología como motor de subjetividad, sociabilidad y comunicación: se diría que esta diferencia es la que media entre la teniente Ripley, la solitaria transportista galáctica que sufre los atropellos de la patronal a lo largo de toda la saga de Alien, y el usuario medio de ICQ de fines de los noventa, pero no nos adelantemos. Para llegar a este punto conflictivo y central, rebobinando un poco más, debemos examinar brevemente algunos aspectos cruciales del cyberpunk en su vínculo con un referente inmediatamente anterior: el "hackerdom", es decir, la cultura informática-universitaria estadounidense de los años ’60 en adelante.

2. Hackers: colaboración y desarrollo

Eric Raymond (6) define la cultura hacker como "una cultura técnica de programadores entusiastas ininterrumpida y consciente de sí misma, gente que creaba y jugaba con el software para divertirse" (7) . El hacking aparece en estos términos como una actividad de tiempo libre llevada a cabo por estudiantes y expertos informales en computación en los laboratorios de las universidades tecnológicas americanas (como el Massachusetts Institute of Technology), en prototipos de computadoras de considerable tamaño, conectadas muchas de ellas a la red ARPANET (8) . Situados al margen de la estructura burocrático-administrativa de las universidades, los hackers se entretenían programando y diseñando lenguajes de computación y aplicaciones de lo más diversas, muchas de ellas extravagantes, otras tantas devenidas parte del elenco estable de recursos informáticos a nivel mundial. Lo importante es que se trataba de una práctica compartida y creativa, fuertemente vinculada con las ciencias exactas y su estudio en el ambiente universitario: como escritores de código que eran, los hackers hacían culto de la calidad, del funcionalismo, la síntesis y la generalización, lo que está en implicación mutua con un modo de trabajo colaborativo y fuertemente apuntado a producir desarrollos que sean aplicables en otros campos y a facilitar nuevas tareas, doble dimensión que se expresa con mucha fuerza en la edición colectiva del Jargon File, el diccionario razonado de los términos de los que los hackers hacían uso en su trabajo y en su permanente intercambio de ideas. Una doble dimensión, entonces, que se mantuvo bajo la forma de consignas y textos más o menos programáticos difundidos a través de los medios electrónicos, y que no dejó de desarrollarse en múltiples comunidades de programadores surgidas en todo el mundo y orientadas a la creación de programas cuyo principal atributo era, y sigue siendo, el de ofrecerse como código abierto, es decir, como software disponible para su uso y re-aprovechamiento por parte del resto de la sociedad. Sobre la importancia de este punto para comprender el curso ulterior de la historia volveremos luego; por lo pronto, es fácil de verificar la continua presencia de proyectos y figuras surgidos del seno de estos grupos en casi todas las instancias de discusión y reformulación de problemas concretos referidos a la tecnología: criptografía, seguridad informática, protocolos de comunicación y redes p2p (9) de intercambio de archivos son algunos de los campos en que la "cultura hacker" ha influido consciente o inconscientemente.

El salto de esta vocación lúdica, ilustrada y hasta fuertemente humanística en el trabajo concreto con la informática que es característica de los años '70 a la posterior subsunción de la tecnología en un paradigma de dominación galáctica propio del capitalismo high tech, monopólico y corporativizado como el que aparece en la iconografía del cyberpunk no es indiferente ni resulta ser el fruto de una repentina nube de pesimismo; por otro lado, la ya mentada ausencia de indagación histórica rigurosa, consciente y práctica por parte de la reciente crítica de los nuevos medios (su permanente sustitución por sistemas de metáforas milenaristas) tampoco es casual. Entre la infancia informática que representa la cultura hacker y la posterior asunción del colorido mundo virtual-telecomunicativo por parte de los intelectuales caza-tendencias parece haber un abismo tan grande como el que separa a una antigua consola de comandos de una contemporánea tele-conferencia presenciada en vivo a través un escritorio 3D accedido remotamente desde un teléfono; pero el cambio de fondo, el que soporta todas estas fantásticas puertas al futuro no debería buscarse en la esfera técnica como si se tratara de un ámbito autónomo de donde surgirían las novedades y adelantos como de una mágica usina de creatividad, sino en las estructuras económicas y culturales que le dan cabida. Porque lo que media entre la comunidad de hackers y la actual red de usuarios de tecnología es, primariamente, la aparición y consolidación de inmensos mercados.

3. Tetraminos y propiedad privada: una historia del Glasnost

Si bien no transcurre en la Bahía de San Francisco, la historia de Alexey Pazhitnov y Vadim Gerasimov es representativa de lo que ocurrió con la práctica hacker en el curso de la década de 1980; un repaso de esta anécdota nos permitirá articular en un único núcleo argumental los vínculos conflictivos entre el desarrollo tecnológico y la historia económica.

Pazhitnov y Gerasimov están situados en el Centro de Computación de la Academia de Ciencias de la URSS, en Moscú, en junio de 1985. El primero es ingeniero en computación, mientras Gerasimov es apenas un adolescente de dieciséis años, muy dado para la informática, llevado hasta allí por su profesor de computación de la secundaria. Según él mismo cuenta en su página web, lo "descubrieron" mientras escribía un programa de encriptamiento para MS-DOS. A partir de entonces, el ingeniero y el joven trabajarían juntos desarrollando diversas aplicaciones y juegos.

Por esa fecha, Pazhitnov había logrado programar un juego consistente en encastrar y organizar figuras formadas por cuatro cuadraos en diferentes posiciones (tetraminos) que iban cayendo a lo largo de la pantalla a partir de un orden azaroso y con un tiempo predeterminado, de modo que no quedaran columnas con espacios libres. Los recursos gráficos con los que contaba en la Electronika 60 (10) en la que trabajaba eran tan magros que los cuadrados de los que estaban hechos los tetraminos consistían tan sólo de dos corchetes acoplados: [ ]. Así y todo, el juego causó sensación en el Centro de Computación. Gerasimov, entonces, lo transportó a una PC IBM, y a partir de allí comenzó a difundirse en floppies por Moscú, y luego por los países socialistas. En Budapest, un grupo de programadores lo transportó a Apple II y Commodore 64. Entonces Robert Stein, presidente de la empresa de software inglesa Andromeda, conoció esta versión en una feria de juegos y, antes de ponerse en contacto con Pazhitnov, vendió los derechos del juego a Mirrorsoft UK y a su filial americana, Spectrum Holobyte. Aquí comienza la "verdadera historia" del Tetris: la historia de las licencias, las royalties y las querellas legales. También es notable que el juego para PC lanzado al mercado por Mirrorsoft en 1986 se ve acompañado por una estrategia de marketing que apuntó a promocionarlo como "el primer videogame llegado desde el otro lado de la cortina de hierro" (al diseño de programación de Pazhitnov y Gerasimov se le añadieron profusos gráficos de Gagarin en el espacio, etc.)

Entre millones de juegos vendidos, lo que sigue es una entrevista televisiva a Pazhitnov en la que explícitamente declara no haber percibido derechos por el juego de su autoría ni por su licenciamiento, luego un contrato entre Stein y una compañía soviética (ELORG) que se hace cargo de las negociaciones en nombre de la Academia de Ciencias (contrato que limitaba la licencia del juego a su versión para PC y en el que se prohibía expresamente su traslación a arcade, handhelds y "cualquiera otros medios con los cuales todavía ni siquiera hemos soñado"); negociaciones emprendidas por Minoru Arakawa, gerente de NINTENDO para EEUU, quien buscaba que el Tetris fuera el pack-in oficial del flamante gameboy, mientras Mirrorsoft y Spectrum (que habían comprado los derechos a Stein cuando éste todavía no los poseía) ya lanzaban el juego para Atari y otros sistemas; un subsiguiente conflicto de in-fighting entre Spectrum y Mirrorsoft (ambas propiedad de Robert Maxwell) por la licencia para Atari Games en EEUU y Japón, donde Bullet-Proof Software Inc. ya comercializaba el juego para Familicom con derechos cedidos por Spectrum Holobyte; un viaje a Moscú que emprenden simultáneamente Stein, Henk Rogers (presidente de Bullet-Proof y representante de NINTENDO) y el hijo de Robert Maxwell para poner fin al insólito caos de derechos, contratos, cláusulas y plataformas que motivó incluso una disputa entre ELORG y el Partido Comunista y una toma de posición de Mikhail Gorbachov en el asunto (Maxwell tenía contactos con el gobierno inglés, sustentados en su enorme emporio multimedia).


El ciclo de disputas y querellas legales concluye con cientos de miles de cartuchos de Tetris detenidos en un depósito por una medida judicial, una fiesta en un hotel moscovita de la que participaron Rogers y los ejecutivos de NINTENDO tras ganar la negociación con ELORG, la sospechosa muerte de Robert Maxwell tras la caída de su organización multimedia, una computadora 286 que Pazhitnov recibió como premio de parte de la Academia de Ciencias por el invento que le deparó millones y millones de dólares al gobierno soviético y un último conflicto entre él y Gerasimov, el adolescente que pasaba las tardes en el Centro de Computación y que no sólo no percibió ni un centavo por su trabajo sino que fue borrado de los créditos. Según su versión de los hechos, Pazhitnov lo obligó a firmar un papel afirmando que les permitiría a ambos ganar mucho dinero vendiendo juegos a empresas de software, pero el papel sólo desvinculaba al ingenuo programador de las negociaciones. Imaginemos a un ruso barbudo como era Pazhitnov con los ojos azules desorbitados tratando de explicarle a un joven moscovita fuertemente atraído por la programación que sus entretenimientos tienen un "valor de mercado". Y quizás esto es la mejor ilustración de lo que ocurrió con la cultura hacker en los ochenta; las largas polémicas que se despertaron en torno del software libre o propietario (protagonizadas por Richard Stallman (11) , muchas de ellas) y que hoy continúan en diversos modelos surgen como respuesta al proceso de acumulación originaria por el cual bienes digitales como el software y los productos de programación se convierten en mercancías; pero este fenómeno no depende tanto de la mala voluntad de micro-emprendedores como Steve Jobs y Bill Gates, como de una serie de condiciones técnicas a partir de las cuales tiene sentido vender software; y de una serie de presupuestos culturales en relación con los cuales el software puede ser vendido. Neal Stephenson ha reflexionado ampliamente sobre el tema en un ensayo titulado "In the begginning was the command-line", una extensa historia de los sistemas operativos desde el punto de vista de su inserción mercantil y el sistema de creencias que la soportó: un breve punteo por el problema es indispensable para comprender el nodo cultural y económico del desarrollo de la informática.

4. Ley de Moore, interfaces gráficas y el market share de la emulación.

Al tiempo que los sistemas van haciéndose incompatibles entre sí, la comunidad de investigadores se va desmembrando poco a poco. Muchos hackers ficharon para empresas y firmaron contratos en los que se comprometían a no compartir con nadie de fuera los "secretos de fabricación" (el código fuente). Por su parte, los laboratorios de investigación comenzaron a hacer lo mismo y obligaban a sus hackers a suscribir el mismo tipo de cláusulas. Para cerrar el círculo, los compiladores, los depuradores, los editores y demás herramientas imprescindibles para programar, eran propietarios y se vendían a precios respetables: se trataba de que la programación "de verdad" sólo estuviese en manos de la naciente industria de software.

La ley de Moore formulada en 1965 por uno de los fundadores de la empresa Intel predecía la periódica duplicación de la capacidad de cómputo de los chips (a intervalos de dieciocho o veinticuatro meses) y se convirtió desde entonces en una profecía auto-cumplida para las tendencias del sector: una consola doméstica puede tener más capacidad de procesamiento que un centro de cómputos militar veinte años antes. Fundamentalmente, esto implica un abaratamiento de la tecnología: promediando los años ’80, un buen procesador comienza a ser algo accesible para el ciudadano promedio de un país desarrollado. Correlativamente, venderle a ese ciudadano discos con compilados de ceros y unos para que pueda hacer diversas cosas con su procesador se convierte en un buen negocio (y poseer la exclusividad sobre los compilados de ceros y unos pasa a ser una necesidad estratégica desde la perspectiva de las empresas). Así fue como la informática dejó de ser un conjunto de arcanos sólo accesibles desde la super-computadora de una universidad para convertirse en algo al alcance de un vasto segmento de usuarios, lo que quiere decir que aparecieron nuevos y nuevos mercados con cada lanzamiento tecnológico.

La cláusula soñadora y astuta que colaron los directivos de ELORG en el contrato referido ("cualquiera otros medios con los cuales todavía ni siquiera hemos soñado") indica tácitamente que el inmenso porvenir lleno de nuevas experiencias virtuales era sentido en los ochenta como un paraíso comercial por descubrir: el dictum utópico de Bill Gates, "una computadora en cada escritorio", tiene la doble ventaja de inaugurar el futuro y degustar de antemano un enorme nicho de mercado desaprovechado. Los parecidos entre estas afirmaciones y el discurso normal sobre los efectos de la tecnología (el milenarismo, la idea de una evolución objetiva e inexorable, los cambios radicales en la vida humana que acarrea, etc.) es algo más que una casualidad. Cuando se dispone de una ecuación favorable entre el costo de una computadora y el salario del empleado promedio, el problema central es qué venderle a este empleado: pues así como la informática se hace accesible en términos económicos, plantea una severa desventaja en términos culturales: el obstáculo de la inexperticia de parte de aquellos mismos consumidores que podrían comprar computadoras. Según asegura Stephenson en su ensayo, Apple y Microsoft son empresas que, por caminos diferentes, apuntaron a garantizar el acceso a una tecnología "amigable" para sus clientes (creativos publicitarios jóvenes y empleados de oficina maduros, respectivamente); y el modo por el cual lo lograron se llama técnicamente GUI, es decir, interface gráfica de usuario.

Para muchos usuarios de PC, el primer sistema operativo fue Windows 3.0; el primer chip, el Intel 386; y el año de gracia, 1990. La relación entre estos tres números es algo más que azarosa, y fundamentalmente denota cómo el crecimiento exponencial de la capacidad de procesamiento fue de la mano con el creciente predominio de interfaces gráficas: esto no sólo porque una computadora mediana de los '70 difícilmente hubiera soportado la sinfonía de ventanas, íconos y menúes con que los ejecutivos de Microsoft lograron que cualquier ciudadano medio se convirtiera en usuario medio de tecnología digital, sino sobre todo porque sin estas abstracciones y otras (como la "carpeta", el "escritorio", etc.), estos mismos ciudadanos medios nunca habrían tenido la idea de comprarse una computadora. El punto de partida de todo el proceso fue el entorno de ventanas desarrollado en los primeros años ’80 para los sistemas Unix; pero en los sistemas operativos regulares como Windows y MacOS, según analiza Stephenson, a partir de estos entornos gráficos se procedió a una forclusión completa de la línea de comandos que modelizó el trato de las personas con las computadoras desde las tarjetas agujereadas de las primeras IBM hasta el MS-DOS, pasando por los teletipos. Ocurre que la mayor facilidad de uso o incluso la efectividad publicitaria del nuevo espacio virtual que se abre al encender el monitor de cuatro colores adosado a una PC de 32 bits no agotan la funcionalidad de estos sistemas gráficos; también hay que poner el ojo sobre el objeto que se está vendiendo y su ínsito carácter mercantil, así como sobre las restricciones para su uso: el nacimiento lógico del usuario, aquel que compra y utiliza informática sin saber mucho de ella, conlleva la naturalización de un sistema de pautas restrictivas que muy difícilmente pueda ser interpretado desde el punto de vista de una mayor "amigabilidad".

El fenómeno que aquí interesa, nuevamente, es múltiple: por un lado tenemos empresas de software que apelan a espectaculares conciertos de colores, íconos y melodías para garantizar su llegada al fundamental segmento de los no expertos, incluso si estos gráficos e imágenes no hacen precisamente las cosas más fáciles (al menos, no lo hacen para la memoria RAM, y cualquiera que se haya preparado un sandwich entre el doble click al ícono de la versión 2007 de Word y el momento en que el programa comienza a poder ser utilizado efectivamente podría atestiguarlo); por otro lado, tenemos que esos mismos espectaculares conciertos parten de mecanismos de software que están ocultos y que resultan inaccesibles. La forclusión (12), de la línea de comandos característica de estos sistemas operativos involucra un complejo tejido de funcionalidades: el "maravillismo" visual de los entornos gráficos cumple con la tarea de seducir al público y llevarlo a la necesidad de procurarse computadoras relativamente nuevas (que soporten la comparsa de luces y flechas) en un mercado en el que la obsolescencia es palabra de rigor. Pero en este mercado se trata pura y simplemente de vender información (i.e., sartas de ceros y unos que automaticen ciertas tareas y conlleven ciertos efectos) y para que vender información tenga algún sentido es prioritario mantener al cliente desposeído de ella en buena medida. En términos técnicos, esto conlleva la necesidad de mantener al público alejado del código fuente (código escrito en un lenguaje de programación lógicamente organizado, legible por seres humanos) y ofrecerle en su lugar productos que consistan en lenguaje binario (código ejecutable, ya compilado, legible solamente por las computadoras). La paradójica conclusión es que la misma mercancía que se ofrece como "humana y accesible" es la que pone regularmente a sus usuarios frente la dicotomía del servicio técnico o la boca del revólver cuando se produce un error grave y el bello frontispicio de píxeles, botones y deseos deja paso a una pura terminal blanquinegra, caracterizada por un inmediato efecto de desesperación y un cursor titilante.

5. Una evocación post-cyberpunk: Wasca, de Neal Stephenson.

Se diría que el principal divorcio entre el milenarismo tecnológico de todos los días y la literatura cyberpunk que lo alimentó de temas y consignas tuvo que ver con distintas posiciones de cara a un mismo proceso histórico: parecería como si la crítica de los nuevos medios se hubiera mantenido obstinadamente apegada a las simulaciones gráficas, comunicativas y caricaturescas de las empresas de software sin tener el mínimo reparo no sólo por el uso social concreto de los utilitarios informáticos, sino tampoco por la trama de violencia, conflictos y abusos que fue su punto de partida. Para la ideología de la revolución tecnológica, ocurre como si todos fuéramos usuarios flotando ectoplasmáticamente entre una y otra red de social bookmarking, sin verdaderas necesidades técnicas, sin ambiciones ni proyectos. De un modo opuesto y simétrico, el cyberpunk se caracterizó por la exhibición de los aspectos más crudos del capitalismo high tech, y sus gigantescas corporaciones secretas y paranoides se ofrecen como la puesta en abismo de una década (la de 1980) signada por la desregulación financiera, la consolidación de los procesos industriales tercerizados y el crecimiento hiperbólico de los títulos tecnológicos en las plazas bursátiles del mundo como correlato de la mercantilización y privatización de los bienes digitales.

El cuento que presentamos fue publicado en octubre de 1994 en la revista estadounidense Wired, una vez atravesado el portal del debate sobre la "muerte del cyberpunk" que siguió a su providencial masificación y consagración periodística. Wired había nacido el año anterior, y ya entonces se había transformado en una de las vitrinas más sofisticadas del mercado de tecnologías digitales, computadoras, software y telecomunicaciones en auge desde entonces. Neal Stephenson por esa fecha llevaba tres novelas publicadas, la última de las cuales, Snow Crash (1992) (13) , había logrado fama no sólo por su éxito de ventas sino también por la consagración de la crítica. Diversas tendencias y desarrollos a corto plazo fueron leídos en aquella novela a modo de intuiciones de un futuro cercano, hazaña no menor si se tiene en cuenta que en ella los personajes transitan una red de datos mediante experiencias virtuales inmersivas, mientras que en aquel tiempo la internet que articula imágenes y sonido seguía siendo una expresión de deseos y un programa experimental en un laboratorio internacional situado en Ginebra. Casi contemporáneamente, Bruce Sterling escribió: "Según avancen los noventas, encontrar acceso a internet será mucho más fácil y barato. Su facilidad de uso también mejorará de la salvaje interface UNIX del TCP/IP a otras mucho más intuitivas y cómodas para el usuario [...]. Aprender internet ahora, o al menos aprender sobre internet, es para entendidos. Cuando cambiemos de siglo la ’cultura de redes’ (tal como la ’cultura de las computadoras’ antes que ésta) se introducirá forzosamente en el ámbito de la vida diaria". (14)

Wasca se lee mejor situado en ese contexto de promesas que representa primordialmente la Wired, y muestra hasta qué punto una buena porción del parque de imágenes y consignas del cyberpunk logró colarse en el under californiano de principios de los 90 y de ahí transfundirse a la revista. No sólo por lo anticipatorio del escenario que construye el cuento (protagonizado por un caza-tendencias precarizado que busca perfiles y nichos de mercado en redes de usuarios) sino por el entrecruzamiento de una gigantesca tecnósfera virtual global con condiciones sociales y económicas muy específicas y que inequívocamente pueden asociarse con la web 2.0 de los tiempos más recientes. Precisamente, y casi como una negativa anticipada al entusiasmo de Sterling, Stephenson parece indicarnos que las condiciones para la Red de Redes no tienen tanto que ver con la facilidad de las interfaces ni con el tamaño de los muñecos que puede intercambiar un cliente de mensajería para emular el efecto de la sonrisa, ni siquiera con la inauguración de "un nuevo modo de lo social", etc., sino más que nada con la funcionalidad mercantil de cualquier experiencia virtual posible. Los flujos de datos que atraviesan la Wasca se convierten una y otra vez en flujos de dinero y los perfiles de usuario se adosan a sus tarjetas de crédito mientras las enormes terminales de publicidad interactiva pueblan el espacio urbano silencioso y casi oculto de un mundo brutalmente sórdido, en un texto no exento de miserabilismo, piedad y nostalgia que puede leerse como la crónica de un buscavidas marginalizado, como un análisis del consumo interno en la sociedad estadounidense o como la anticipación irredenta de un futuro inminente, no muy alejado del de los empleados de Berazategui que conversan con sus clientes en Arkansas en las oficinas de call-centers multiplicados en Argentina en los últimos años por el boom del outsourcing (15) . No se trata de decir que "hay cosas que nunca cambian", como si se tratara de una publicidad de marcas tradicionales, pero vale la pena leer en qué zonas de la experiencia tecnológica pone su atención el proyecto literario de Stephenson, en el cual el futuro aparece menos como tema de ensoñaciones milenaristas que como un pasado que hace rato viene sucediendo. (16)

Las referencias 7, 12 y 13 son las propuestas por el autor.


Publicado originalmente en Revista Planta No.1, 2007.