Imagen transfigurada de difícil reconocimiento. Sonido-ruido inidentificable. No se puede hablar ya, tampoco, de un desfasaje. No hay corrimiento, sino en cambio la necesidad de intersección, de acercarse al otro campo. Otorgarle sentido, dotarlo de una idea, o atribuirle potencias afectivas (y efectivas).
El desfasaje, en esta incongruencia audiovisual, ya está dado de antemano. No hay correspondencia previa de la cual partir. Nada queda (o poco) de la lógica visual del mundo externo. El trabajo sobre ambos campos buscará en cambio redireccionarlos, hacerlos converger en un territorio común. Anular el desfasaje en función de una nueva correspondencia arbitraria.
En estos mundos enrarecidos, en los que lo ‘real’ es llevado a la ruina y a la desintegración, las correspondencias visuales y sonoras se juegan en otro terreno. Se forjan en un más allá de la percepción natural. En un territorio de la pura construcción mental y tecnológica, en su intersección. Se parte de un ‘otro mundo’ para hablar de éste, y en aquél las bocas que gesticulan no necesariamente respiran palabras, ni las puertas que se abren chirrían, ni los vidrios que se rompen exhalan estallidos. En aquel mundo abstracto, el de la pura construcción videográfica (como en el de la pura construcción cinematográfica), las imágenes y los sonidos responden a otras lógicas. Tantas lógicas como constructores de mundos.
La imagen-mundo, o la pantalla-cerebro, es un territorio en guerra. Una batalla por perder, inevitablemente, pero con el fin de establecer otra nueva (para perder luego mejor...).
En estos casos en los cuales la manipulación extrema o la directa creación de imágenes de síntesis no figurativas desembocan en la más pura abstracción, resulta obvio que no se exigirá de la banda sonora una ligazón referencial, una existencia atada a la sonoridad del mundo externo. Aquí, el sonido, es otro campo abstracto que competirá o completará a la imagen, según sus atributos y sus funciones. Las posibilidades son infinitas y, por cierto, incatalogables (en estas configuraciones la música tonal, cuyas potencias afectivas se ven sometidas a una codificación, ha de estar prohibida. Su función sería, desde ya, indefectiblemente restrictiva y predominaría en la percepción espectatorial como refugio tranquilizador por sobre la indeterminación de la imagen).
Pero hay otros casos en los cuales la imagen guarda rasgos figurativos, muchos o pocos, da lo mismo; pero aquí lo que vemos remite irrevocablemente a nuestro entorno ‘real’. Al mundo. Y el mundo, a nuestros oídos, tiene su propia banda sonora. Y allí es donde comienza a desarrollarse esa lucha imperiosa por la creación de sentido a partir de los cruces y desvíos entre banda sonora y banda visual.
El desfasaje contra la redundancia. Y las bases de estos procedimientos, es claro, se encuentran históricamente en los cines periféricos.
3
Un caso paradigmático, aunque su elección resulte por demás de arbitraria entre innumerables posibilidades: Marguerite Duras y su Aurelia Steiner. La imagen y su lucha, en este caso, con la palabra. La lucha más evidente, pero también la más ejemplar.
Aurelia Steiner, para el espectador, carece de fisonomía. No tiene cuerpo. No tiene rostro. Solamente su voz da cuenta de sí misma, de su historia. Hablamos, cabe aclarar, de un film extremo, de una película casi inexistente basada en la ausencia. En la ausencia del amor. En la ausencia del otro. En la ausencia de uno mismo. Hasta en la ausencia del propio cine, o de ese cine al menos que niega obstinadamente sus propias potencias expresivas. Hablamos de una película de Marguerite Duras, sólo eso. Una construcción de carácter líquido, fluyente; porque tal vez sólo el agua, o su imagen aquí representada, pueda emparentarse con aquel negro de la pantalla anulada para dar paso al relato oral. A la voz humana que asume el peso obligatorio de un film cuya imagen no existe, cuya imagen es la ausencia de toda imagen, de toda posibilidad de representar lo irrepresentable. Pero esa es otra película, El hombre atlántico la llamó su autora, donde la imagen se extingue a la media hora de proyección y ya nada es restituido a esa pantalla de la cual se apodera definitivamente la ausencia, la voz, y el negro absoluto de un cine imposible. No valía la pena llenarla de imágenes ha dicho ella, entonces quedó así, apagada; el cine apagado para dar paso a la literatura leída. Pero en Aurelia Steiner no, ella sí está llena de imágenes. La desbordan, o mejor, la inundan o la ahogan, porque la única imagen posible para ese texto atormentado es la del agua. El Senna. Largos paseos en travelling progresivos a través del río. Nada más que eso. Eso, y nuevamente la voz. Una voz omnipresente que no surge de ningún sitio salvo de la pantalla misma. Una voz sin cuerpo visible. Sin boca que la pronuncie.
Sin rostro que la exprese. Sin ojos que la trasluzcan. Una voz que se instala en el intersticio creado entre imagen y sonido. En ese hueco esquivo que niega la representación y crea el campo de las posibilidades infinitas. De un corrimiento. De un desfasaje. De una ruptura a partir de la cual no cabe intentar la comunión definitiva entre las palabras y el espacio por el que discurren incongruentes. Ahora, en esta construcción, en este cine del desmembramiento, la imagen expuesta no encuentra justificación ni apoyo en la banda sonora, sino que transcurre paralela a ella, disociada. El viaje a través del Senna por un lado, lento y disperso paseo en línea recta hacia delante. La voz por el otro, monocorde y sentida revolviendo las afecciones de una historia de amor desgarrada. Pero por instantes, breves puntos esquivos, el texto anula la ruptura y la distancia se desvanece; la voz nombra a “este río” y en la fugacidad de esas palabras se produce un roce del que nace una nueva relación. Una relación de fuerzas, podría decirse: de las fuerzas de la palabra y las fuerzas de la imagen. Ambas puestas en relación en una pantalla que desgarra al cine, que lo niega y en esa negación afirman su potencia. No hay aquí, cabe aclarar también, afán destructivo ni discurso vacuo sobre la muerte del cine. Hay en cambio una necesidad de revalorizar un medio desde el exterior, de explorarlo desde afuera; si es que puede hablarse de un afuera en un medio como el cine, capaz de nutrirse de todo; híbrido, por cierto, aunque tal vez esa sea su maravillosa e inagotable especificidad. Así, desde las palabras, la imagen se interroga y ambos elementos se relacionan en el tiempo; dos elementos en su mínima expresión: la imagen transcurriendo monotemática y el sonido reducido a una única voz, a un texto. Entre ellos, el espacio de una fisura, y en ese intersticio, en ese recodo inaprensible, se instala definitivamente Aurelia, su cuerpo y el cuerpo del film. Ahí, en un espacio que se niega a ser representado, en la imposibilidad hecha materia: la imposibilidad de un amor y la imposibilidad de un film. Porque tal vez, Aurelia Steiner no sea más que un film imposible, casi inexistente. ¿Con que imágenes ilustrar sino aquel texto para narrarlo? No, con ninguna, el espacio de esa historia debía formarse en otro lado. Debía ser construido por el mismo espectador.