Tal vez el negro hubiese servido, como en otros casos, la ausencia absoluta de representación. El vacío maleable. Pero el agua (el río, “este río”) se ofrece como un espacio cualquiera perfecto. Lo orgánico y lo inorgánico. Lo inmóvil y lo fluyente. El discurrir permanente de un elemento neutro incapaz de actualizar el relato, desvaneciéndolo en cambio en la fluidez de las posibilidades. En su curso inevitable.

Persistente. Dejando unas huellas y borrando otras. Allí encuentra el texto la consagración de su preponderancia. En el borramiento del cuerpo que lo narra. En la aniquilación de toda posibilidad de que aquella historia sea representada, actualizada en una cadena de hechos intransferibles. Aquí, una vez más, la literatura desafía al cine para llegar a una nueva síntesis. Este texto, esta historia, sólo pueden quedar así, o mejor, ‘deben’ quedar así, en su propio terreno. Lo que su transferencia a la forma cinematográfica debe aportar no es la ilustración vacua de lo narrado, sino su puesta en crisis mediante la integración a un medio capaz de absorberlo y devolverlo en otro estado similar, aunque atado ahora a una estructura instituida desde la imposibilidad de otra relación imagen-sonido que no sea la de la desconexión y el desfasaje.

Esta puesta en forma del desgarro, focalizado en este caso particular en la disyunción palabra-imagen, establece una función particular de las estructuras audiovisuales. Aunque la banda sonora se encuentre aquí reducida a la presencia de la palabra, dicta al menos la posibilidad de un trabajo sobre el corrimiento; sobre la producción de sentido a partir de los cruces y los desvíos, y no sobre las restricciones de esa sincronía redundante e ilustrativa que atraviesa un gran porcentaje de la producción de cine y video.
Y, habiendo mencionado estos dos campos, ¿se puede hablar de diferencias en la producción de la banda sonora para estos dos soportes? Podría afirmarse que no, sino que tanto el video como el cine experimental (en oposición al cine de carácter industrial), por sus características formales y estéticas, siguen siendo el campo apropiado para las más extremas experimentaciones con las capacidades expresivas del diseño de la banda sonora en relación a la imagen.

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Y la música. Notación breve al respecto.      
¿Puede hablarse de un posible desfasaje entre los componentes musicales de la banda sonora y la imagen, cuando la música configura una expresión particular con reglas autónomas? Culturalmente, las estructuras musicales responden a estímulos establecidos, afecciones provocadas por la codificación de sus modelos normalizados. De ahí los estereotipos de la musicalización. La redundancia. La sobremarcación atmosférica y afectiva. La musicalización del modelo narrativo clásico responde, casi exclusivamente, a la necesidad de acentuación dramática y climática. Aquí, cierta tonalidad y sonoridad que patenticen una cierta melancolía. Allá, la tensión sonora para establecer el suspenso o el miedo. Otra vez la redundancia.
En las estructuras narrativas tradicionales el papel de la música es el de la ‘sobremarcación’ o del ‘indicador’; pocas veces es tratado como un elemento independiente pensado a partir de los sutiles entrecruzamientos del montaje concebido en forma global.
En cambio, en la tradición postmoderna del videoclip, la música, en general perteneciente a las corrientes ligadas a la canción popular, busca su sustento visual entre  la síntesis lúdica de elementos visuales autosuficientes, fragmentos acabados en sí mismos como breves estallidos de fuegos de artificio, y la redundancia de la banda interpretando el tema en cuestión (y este es un vasto terrero a explorar, hay innumerables ejemplos de remarcable utilización de estos componentes, pero el videoclip, de algún modo y por su discutible inercia de vehículo comercial, ha sido bastante menospreciado e ignorado).
La sobremarcación y la indicación, en la lógica de la redundancia de las estructuras dramáticas clásicas, marcan sin embargo un punto de partida sobre el cual construir otro tipo de disyunciones entre la música tonal y la banda de imagen.
Otro tipo de relaciones. En la industria misma, con el auge del musical de los años 30 (Bugsy Berkeley, innovando al borde del experimental), se instaura esa forma extraña, arrancada del teatro, en que la irrupción musical es un paréntesis. Un momento suspendido de corte onírico, casi ‘surreal’; tampoco aquí hay distinción entre estos estados de conciencia: la vigilia ‘naturalista’ y el sueño ‘musical’ se imbrican dentro de un mismo sistema de conciencia cinematográfico. Un fluir interno exteriorizado en las formas de la danza y del canto. Ya no entonces la sobremarcación de un estado afectivo, sino en cambio su corporización en otro estado audiovisual diferente. Poco se ha avanzado en este aspecto, el ‘musical’ no ha derivado en otras formas creativas sujetas a las configuraciones experimentales desarrolladas con las diversas tecnologías en desarrollo.
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Voces (la palabra). Ruidos. Música. Este tríptico conforma la base de las posibilidades del desfasaje de la banda sonora con respecto a la visual. Contra la redundancia de la relación ‘natural’, la posibilidad de un corrimiento, la creación de un hueco, un intersticio producido entonces allí, en ese espacio en que sonido e imagen se disocian. Intervalo significante. Ruptura productiva en el cual el sonido deja de ser un mero lastre de la banda visual. La distancia entre la palabra y la imagen resulta obvia si aquella no designa lo que la imagen muestra (y podría decirse que a estas relaciones si se las ha explorado con profundidad a lo largo de la historia del cine desde Godard y Resnais hasta hoy). El ruido, en cambio, puede desviarse de modos sutiles, desde el enrarecimiento de los sonidos sincrónicos lógicos correspondientes a una determinada imagen, pasando por el ‘desencuadre’ sonoro en el que oímos algo que pertenece a la diégesis pero cuya fuente no nos es mostrada, hasta la creación de un registro sonoro absolutamente independiente, pura construcción sin relación directa con la banda visual exhibida, o, más allá, sin relación directa con la percepción natural del mundo. La música, tonal o atonal, orgánica o inorgánica, configura otro campo a repensar en función de su necesidad estricta, por fuera de las redundancias (¿innecesarias?) de las marcaciones dramáticas o del puro efectismo de la musicalización en la línea abierta por la cultura del videoclip (una cultura bastardeada, y tal vez por mérito propio, pero rica sin embargo).

El diseño de la banda sonora sigue siendo entonces un terreno por demás fértil. Su construcción ha de pensarse íntegramente como un campo significante de igual importancia al campo visual. La posibilidad del desfasaje, habría que aclararlo, no implicaría entonces la anulación absoluta de las correspondencias naturales en las bandas sonoras y visuales (ésta podría ser, en cambio, una función posible entre otras), sino la reorganización estructural de sus correspondencias a partir de un nuevo juego de independencia-dependencia que las pone en paralelo para conjugarlas finalmente en una banda única que accedería a otras potencias y otras dimensiones expresivas.  

El cine industrial, aún dentro de su territorio expresivo delimitado por el modelo institucionalizado, ha ido siempre lejos en la búsqueda de las relaciones imagen-sonido. El video, en cambio, parece siempre sujeto a los avatares tecnológicos y a las posibilidades de su aplicación a los procesos sobre la imagen y únicamente la imagen; el sonido será, de algún modo, una derivación restrictiva de esta. Su lastre inevitable, su compañero fiel y sumiso, servil. Pero casi nunca, por cierto, un elemento estructural concebido íntegramente como parte de una totalidad en la que imagen y sonido, en lucha permanente, establecen las coordenadas de un territorio de litigio para la percepción activa.