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Banda de imagen y banda de sonido; dos líneas significantes cuyas relaciones producen una fricción que les otorga, inevitablemente, una nueva dimensión. Allí por un momento la feliz gestación de un desfasaje. Un cruce. Un desvío. Un instante en que el sonido surge de la imagen, como si de ella emanara naturalmente; y otro en el que la golpea, la niega, se distancia de toda referencialidad y compite con ella (con la imagen, esgrimiendo ésta siempre la restrictiva tiranía de lo visual); destituye finalmente las falsas virtudes del domino de un ‘realismo’ dudoso perseguido a ultranza por la imagen-cine desde sus comienzos. Entre esos dos puntos, el campo abierto de la pura potencia, la posibilidad de acceder a otras dimensiones mediante la manipulación de estas convergencias y diver-gencias. Y allí, otra vez, la construcción posible de un territorio de litigio erigido en base a una lucha de fuerzas, una competencia caníbal en la que las dos bandas que componen el flujo audiovisual se violentan mutuamente más allá del contrapunto, pero con la certeza de que ese conflicto cimentará un terreno fértil y productivo, un nuevo campo. El campo de la asincronía y la referencialidad, del silencio y la saturación, de la presencia y la ausencia, del reconocimiento y el extrañamiento, de la facilidad y la dificultad, de la tonalidad y la atonalidad. Un campo en el que las fuerzas de la imagen y del sonido buscan imperiosamente construir lazos significantes a partir de las rupturas.
Bases teóricas (más en este sentido intelectual que en la práctica misma), pueden hallarse en varios de los innumerables textos fundacionales escritos por Einsenstein. Sus ideas del contrapunto audiovisual se extendían desde el concepto más divulgado (y simplificado) del montaje propiamente dicho, hasta la construcción interna (montaje también) de la propia imagen (la composición, su dinámica, el color) y su interacción con el sonido, y, más específicamente, con la música (trazando un elaboradísimo pero discutible paralelo entre los procedimientos de la pintura, las estructuras musicales y el cine). Allí entonces una de las rupturas en el flujo audiovisual con los atributos lógicos de lo ‘real’. Jean Epstein, desde el un tanto subvalorado ‘impresionismo francés’, indica: También el juego de la imagen y de la palabra, de la vista y del oído, puede y debe realizar una especie de contrapunto en dos partes, en la armonía de significaciones más complejas que evidentemente constituyen el arte verdadero de un lenguaje de dos registros de expresión. Y Béla Bálaz expresa, intentando establecer una de las primeras bases teóricas de la especificidad de un posible ‘arte’ cinematográfico: El empleo asincrónico del sonido es el medio de expresión más eficaz del film sonoro. En las tomas sincrónicas, el sonido sólo es un complemento naturalista de las imágenes. En una toma asincrónica, en cambio, el sonido puede independizarse de la imagen y darle a la escena un significado paralelo, una especie de sentido de acompañamiento.
Estas primeras y simplificadas aproximaciones a la lógica urgente del desfasaje entre banda de sonido y banda de imagen, implican al menos la necesidad temprana de subvertir las ataduras de un lenguaje cinematográfico institucionalizado y cerrado definitivamente con el nacimiento de la tecnología del film sonoro. La palabra invade al cine, lo estructura en torno a su discurrir. Imagen y sonido establecen una comunión estricta y literal en la cual toda posibilidad de corrimiento creativo queda anulada. Cuando se ve a alguien hablar, se lo escucha decir lo mismo; cuando una puerta se abre, se escucha el sonido correspondiente. La lógica opresiva de la redundancia para sostener un ilusorio paralelismo con la percepción natural. Y desde ya la música, su función dramática basada en su incidencia ya estipulada mecánicamente sobre los estereotipos de la percepción de un espectador modelo (o modelado, en realidad, por la industria, a la medida del destinatario de un producto mercantil codificado).
Estas consideraciones tal vez un tanto obvias y apresuradas, a esta altura al menos, acerca de las posibilidades expresivas del desfasaje en las cadenas audiovisuales, establecen sin embargo las coordenadas de una preocupación surgida en la periferia del cine sonoro oficializado. Hablamos, desde ya, de ese cine de rasgos narrativos o documentales que responde a las reglas estrictas (pero vulnerables y vulneradas) de los requerimientos industriales, del modelo de representación institucionalizado. El cine experimental (y su hijo pródigo, el videoarte) han recorrido otros caminos para poner en funcionamiento esas asociaciones más libres o conceptuales. Lo primero ha sido histó-ricamente, sin embargo, anular la banda sonora en función de la preeminencia de la imagen. Un camino posible, pero de seguro también restrictivo. El poder de la imagen (sus tonalidades, sus ritmos, sus texturas, su composición, sus formas) era restituido en estado puro, incontaminado, pero en ese mismo movimiento de escritura y borrado se la privaba de otras configuraciones capaces de superar la redundancia de la correspondencia estricta, de trascenderla hacia otras dimensiones enunciativas.
El sonido anulado en función del dominio absoluto de la materialidad de la imagen ha sido uno de los senderos más transitados por el cine experimental desde los primeros esbozos de un supuesto ‘cine puro’ hasta los cines experimentales de los 50 y 60. La mayor parte de la obra de cineastas fundamentales como Stan Brakhage o Maya Deren (dos pilares innegables) es muda. La musicalidad, allí, realiza una transferencia hacia las estructuras visuales. Ritmo y forma (y color, en algunos casos) son los elementos que traducen y dan cuerpo visible a las abstracciones musicales. La materia misma, el soporte tangible y las posibilidades del dispositivo-cine (mudo), son los rasgos evidenciados para construir sobre sí mismos un arte visual purificado. Mirar de nuevo lo ya visto para redescubrirlo, vaciar la mirada; construir una nueva visión de inspiración tecnológica. Privada, eso sí, de los elementos auditivos. Esta propuesta configura una salida feliz y purificadora (aunque restrictiva) del escollo de la redundancia por el lado de la negación.
A partir de allí, habrá que empezar de cero; ¿cómo solventar entonces esa falencia impuesta por el retroceso del primer sonoro en función de una interacción productiva de ambas bandas?
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Video (¿arte?). Tecnología digital. Pensado como un campo específico tecnológico-expresivo el video es el terreno propicio para la manipulación, las contaminaciones, las hibridaciones, los extrañamientos; la disolución de lo ‘real’ propuesta históricamente por el cine. Y no sólo en lo referente a la banda de imagen; el sonido, desligada ya la imagen de las ataduras de la mimesis, se libera también de sus correspondencias habituales. Tabula rasa. Si la imagen ya no es un índice de lo real, si la figuración se diluye y desaparece en los juegos plásticos de la síntesis numérica y la autorreferencialidad, ¿a qué imperativo debe responder el campo sonoro? A ninguno dictado por la lógica del mundo, sino indefectiblemente a las necesidades y posibilidades expresivas de la materia. Pura subjetividad.