¿PUBLICO VS. PRIVADO? Límites al extremo en el video argentino
Mariela Cantú

En el video argentino, a partir de una creativa puesta en escena, los artistas producen piezas en las que exponen la fragilidad de la separación entre lo interior y lo exterior, lo visible y lo invisible.

“Que no haya nada que decir más que: lees, estás vestido, comes, duermes, que sean acciones, gestos, pero no pruebas, no monedas de intercambio: tu vestimenta, tus alimentos, tus lecturas ya no hablarán en tu lugar, ya no te las darás de enterado a través de ellos. Ya no les confiarás la agotadora, la imposible, la mortal tarea de representarte”. [1]

Ciertamente, la discusión en torno a las categorías de lo público y lo privado nos interpela en nuestro presente desde varios y variados ángulos: ya no sólo las celebridades son presa de la indistinción entre estas categorías, sino que los usos actuales de las redes sociales, los teléfonos celulares y los medios locativos ponen en jaque prácticas que en el pasado se percibían dentro de ámbitos más claramente delimitados.

André Lemos (2) liga parte de esta tendencia hacia la apertura de lo privado a la creciente privatización del espacio público tanto como a una posible respuesta frente al control del polo emisor de los medios masivos (3) : si las calles están saturadas de mensajes publicitarios y los medios masivos nos inundan de información desde una voz que pareciera universal y anónima, la tarea de compartir experiencias, imágenes y sentimientos íntimos vendría a funcionar como una estrategia contestataria, asumiendo concientemente una primera persona.

No obstante, a este discurso de la singularidad de lo individual se le opone una atmósfera de banalidad imperante en lo que efectivamente llega a compartirse (4) y en el sentido  último de esta exposición de lo íntimo. El nombre que damos a experiencias vividas en una extrema soledad (nacimiento, muerte, miedo) como el de aquellas que necesariamente requieren de un otro para existir (picardía, solidaridad o incluso amor) no garantizan una equidad universal de esas vivencias, sino tan sólo la ilusión de una empatía. Además, ¿cómo entran a jugar aquí nuestros secretos? ¿Acaso no estamos también hechos de lo reprimido, de lo vergonzante, de lo abyecto (justamente de aquello que no mostramos)? ¿Acaso nuestro “lado oscuro” no nos define tanto como los siempre bien ponderados sentimientos nobles? (5) .

Tal vez por eso la sensación de vacuidad de los diarios íntimos expuestos (aunque sean escritos en primera persona), de las fotos hogareñas (aunque se parezcan a las nuestras), de las abiertas declaraciones de emociones (aunque nos conmuevan hasta las lágrimas). De la misma forma, apropiarse de lo público para arribar al tratamiento de lo privado sería un movimiento inverso, pero que también involucra una toma de conciencia similar respecto del lugar que se ocupa en un contexto dado, asumiendo para sí el desafío de leerse en una (relativa) exterioridad. Entonces, sumergirse y contar a otros el abismo de uno mismo, pasando de lo privado a lo público tanto como de lo público a lo privado, difícilmente es un trabajo que pueda hacerse todos los días.

Así las cosas, esto no implica empero la imposibilidad de compartir una experiencia o una idea: “la distancia no es un mal a abolir, es la condición normal de toda comunicación” (6) , insiste Jacques Rancière (7) . Cuestión que para el caso del videoarte argentino -que en este artículo me ocupa- es aún más evidente ya que, de manera similar al resto de la producción de imágenes técnicas, precisa siempre de una máquina para operar el pasaje de lo interno a lo externo. Arlindo Machado (8) lo explica sencillamente cuando nos recuerda que no existe órgano en el cuerpo humano que permita proyectar las imágenes que tenemos en nuestra mente (a diferencia de la fonación, que nos da la chance de reproducir sonidos sin contar con ningún tipo de prótesis). Es decir que las imágenes son siempre parte de lo privado hasta que se construyen (con cámaras, con pantallas, y también con técnicas artesanales, claro). Y en este contexto, es la figura del espectador la que viene a exhibir el otro polo de este doble movimiento, haciendo propias las imágenes que realizadores, pintores, fotógrafos, etc., crean.

En vista de estas cuestiones, basta retomar la frase de Georges Perec (9) que abre este artículo, para poner un enfático acento sobre la permeabilidad de estas categorías (y no en lo público versus lo privado): de aquello de lo que el protagonista de Un hombre que duerme buscaba liberarse (infructuosamente), era de esos objetos, actitudes, acciones de pasaje entre lo íntimo y lo que se expone. Y si bien todos sabemos que esos elementos no definen nuestra interioridad más profunda, constituyen no obstante nuestro nexo con los demás (y a pesar del protagonista, nuestras frágiles y variables “monedas de intercambio”).

El video argentino pone en escena la fragilidad de esta separación tan arbitraria entre lo público y lo privado de manera fascinante, justamente a partir de una cuidadosa selección de decisiones de puesta en escena a la hora de pensarse en tanto obras de arte audiovisuales. Por ello, he seleccionado un pequeño corpus de videos que discuten dos de los polos que usualmente se asocian con las categorías de lo público y lo privado: Adentro/Afuera y Visible/Invisible. Y en este sentido, me enfocaré en la forma en que estos ejes atraviesan transversalmente diversos temas, recursos y géneros abordados por el video argentino (el autorretrato, la práctica del found footage (10) , la elaboración de la memoria, etc.)

Adentro/Afuera

“Quizás sea cierto, y Benjamin no sólo nació en el exilio, sino que la condición del exiliado fuera en él la única posible: pues sólo es posible “ver” en la distancia del que está de paso, sólo se “ilumina” el ser en el desprendimiento absoluto y místico”. (11)

Habitualmente, lo privado viene asociado a una idea de interior, de algo que está al resguardo de la vista de los demás, y que sólo cuando se abre al afuera adquiere su condición de público. No obstante, esta delimitación ligada a lo espacial no es suficiente (ni pertinente, ni deseable) cuando se trata de pensar en lugares simbólicos, sensibles, mnemónicos, en donde la mirada personal y única del realizador sustituye aquella asociada a lo colectivo y/o anónimo del espacio público.

La referencia a Walter Benjamin (12) no es casual en este apartado, dado que su Libro de los Pasajes constituye el punto de partida de B (2008), de Leticia El Halli Obeid, quien supera en este video cualquier mirada turística de París (no hay torre Eiffel aquí), para explorar las manifestaciones de lo privado en lo público desde la mirada extrañada del recién llegado. La calle es el escenario privilegiado de este trabajo (lo cual excede la premisa inicial que la propia realizadora declara al inicio del video como una exploración de los Pasajes parisinos), pero tornándose una ciudad habitable, una ciudad en donde acontecimientos y actividades privados se ponen en escena como parte de una reflexión sobre lo que se exhibe y lo que se oculta: una pareja de recién casados que elige la calle como escenario de sus primeras fotografías como matrimonio, una pareja almorzando en el parque con una delicada vajilla de interior, un indigente escuchando su radio (la calle puede ser también un refugio), un hombre semidesnudo tomando el sol de la tarde en una fuente. “Los parisinos hacen de la calle un interior” decía Benjamin en su libro, una ambigüedad que define desde el comienzo la historia de los Pasajes: lugares públicos (afuera), pero que a la vez funcionaban como resguardo de la intemperie (adentro).

No obstante, para la realizadora no es hoy sólo el cuerpo el que debe ser resguardado sino ante todo la mirada, esa mirada subjetiva que se diluye en el caos (no sólo visual) de las grandes urbes y el consumo masivo. Paradójicamente, El Halli Obeid elige introducir su cámara en las vidrieras de los Pasajes, en esos dispositivos originariamente destinados a una función exhibitiva, pero que en la escala monumental de los colosales malls, permiten el encuentro con una actividad de búsqueda antes que con un paseo azaroso (13) .  Actividades de lo más curiosas se realizan allí, a la vista de todos los que se asoman a través de sus vidrios: cortes de uñas, de cabello, almuerzos, trabajo, etc. Así lo confirma la imagen de una pareja admirando joyas, cuya mirada la cámara no acompaña sino que los observa –observando- desde dentro de la tienda: “pero quizás mirar bien es mirar desde dentro” (14) .

Ese otro lado, intuimos, lo constituye la propia mirada de la realizadora, quien no escatima estrategias de una explícita autopuesta en escena: la cámara en mano que evidencia la presencia y corporalidad de los encuadres, el zoom llevado al extremo de diluir la referencialidad del objeto registrado, el tiempo dedicado a la observación detenida de los más minúsculos detalles (15) .

A la inversa, lo público también puede generar intromisiones hacia lo privado, una contaminación que Camila Ciccone explora en Esbozo (2004). También podemos hablar aquí de una fuerte marca de enunciación (incluso física, en donde el cuerpo femenino se pone en escena también delante de la cámara), pero que en este caso se exacerba aún más por tratarse de un plano secuencia, ya que la ausencia de corte involucra un tiempo necesariamente continuo e inalterable en su devenir. No obstante, esta aparente homogenidad y linealidad se ven interrumpidas y alteradas por la permanente intromisión de imágenes del exterior (proyecciones de diapositivas), así como de voces que interpelan a la realizadora desde un contestador automático.

Así, un tiempo (anterior) y un espacio (externo) luchan por entrar a un lugar privado de encierro y clausura, en donde acontece un doble juego de presencia y ausencia. Con el correr de los minutos, paulatinamente estas dos dimensiones van contaminándose, ya que las diapositivas exhiben un entorno natural, involucrando palabras como sol, luz, noche o claridad, en un espacio interior plagado de penumbras y en donde el tiempo eternamente suspendido de la fotografía se inmiscuye en el presente del plano secuencia. Pero así también, el interior se abre hacia un exterior sobre el final del video (con la presencia ahora material de la vegetación que hasta ese momento veíamos sólo retratada), apertura que coincide con el posible origen del relato de este autoprovocado aislamiento: el cuerpo femenino, de espaldas a la cámara, es marcado por el roce de una mano masculina, que la mancha con barro.

Una última forma de entender esta permeabilidad de lo público y lo privado es abordada por Federico Falco en Estudio para horizonte en plano general (2003), esta vez bajo una forma asociada a lo histórico y lo personal en relación al lugar de origen. También este trabajo posee un componente performático desde el momento en que el propio realizador se pone en escena delante de la cámara, construyendo permanentemente la referencia al horizonte desde distintas estrategias. La inicial, hacer posar a una pareja de ancianos (¿familiares del realizador?) en la inmensidad de la llanura argentina. Esta imagen del comienzo es la que Falco reconstruirá a lo largo del video, apelando a una antigua fotografía familiar (un grupo posando en un espacio abierto similar a la imagen que recién narrábamos), pero que será foco de intervenciones que la recontextualizan, como por ejemplo su superposición física al paisaje (ya que el realizador la sostiene delante de la cámara empatando ambos horizontes, el retratado y el del momento del registro en video), así como también su reinserción en un interior (donde Falco pega la fotografía sobre una línea –horizonte dentro de una habitación- que él mismo construye sobre la pared, con cinta adhesiva).

De esta forma, la foto familiar (perteneciente al ámbito de lo privado), sale al encuentro de un escenario que la trasciende, volviéndose parte del momento presente y de la historia a partir de las intervenciones de Falco. Pero la apuesta no se queda allí, sino que paralelamente se realiza una segunda recontextualización en el momento en que comienzan a exhibirse los modos de producción de esas imágenes que marcan todas nuestras historias (la foto familiar en blanco y negro de los antepasados como emblema de la narración “oficial” y muchas veces idílica de todas las familias). Cuatro sillas (vacías esta vez) aguardan en el pasto a los futuros retratados; un horizonte que es dibujado por el propio Falco; y finalmente, un horizonte en plano general construido electrónicamente mediante una pantalla partida (en la parte superior, un cielo con nubes demasiado grandes, demasiado fuera de escala para ser realistas; en la inferior, el interminable pasto de la llanura; en el medio, la pareja de ancianos del comienzo). Con el sarcasmo que lo caracteriza, Woody Allen en Los secretos de Harry (1997) decía: “La tradición es la ilusión de la permanencia”. El lugar (adentro/afuera, privado/público) funciona entonces en un sentido histórico que excede la referencia geográfica para plantear una tensión irresuelta entre la historia pasada (llegada a nosotros, legada a nosotros) y la escritura siempre incierta del presente (16) .

Visible/Invisible

“Si se atraviesa la tempestad de los sentimientos sin excluir ninguno de ellos, por violento o indigno que parezca, si se da consentimiento a lo que surge en nosotros, puede aflorar una nueva ligereza, un renacimiento después del diluvio, una primavera interior (…)” (17)

La separación de lo privado y lo público tiene que ver ante todo con un acto de determinación, con una decisión que media este pasaje. Nada es privado o público, hasta que no se elige hacerlo (o mantenerlo) dentro de cualquiera de estos dos ámbitos. Para el caso de los trabajos a los que me interesa referirme en este apartado, esta decisión tiene que ver con exponer justamente el tránsito de una categoría a la otra, forzando la inclusión (y por ello, a nosotros como espectadores) de aquello que roza con lo impudoroso, con lo ilegítimo, con lo indecente (categorías, por su parte, bastante cuestionables y contingentes como para abordarlas livianamente).

El cuerpo es una de las superficies más susceptibles y más inmediatas que puedan vincularse con estas categorías: sus ultrajes, su placer, su representación, sus acciones, etc. No me dejes partir (2010), de la artista riojana Laura Requelme, aborda sobre todo la primera de estas dimensiones. El cuerpo femenino ha sido históricamente asociado a la representación de la belleza y al despliegue de la sexualidad, por lo que el examen de un cuerpo de mujer estigmatizado no es algo habitual en la representación audiovisual. Desnuda en una ruta, la artista pone en escena para la cámara (y en un plano secuencia que complejizaría cualquier intento de falseamiento espacial) las marcas que numerosos tratamientos médicos han dejado en su cuerpo (18) . Por supuesto, no es la mera exhibición ni una aproximación formal entre el cuerpo y el paisaje lo que importa a la artista, sino que el emplazamiento en la entrada de la ciudad de Chilecito redimensiona esa acción inscribiéndola en un lugar específico, pero sobre todo en la extensión y exposición a plena luz del día. A su vez, la ruta marca la referencia ineludible al camino (¿hacia la muerte? ¿hacia la sanación?), superando así su mera presencia como escenario.

En este caso, el acto de la desnudez revela el cuerpo con cicatrices debajo de la ropa (retazos de género que probablemente hayan funcionado como un escudo durante mucho tiempo), pero va estableciéndose paralelamente un régimen de visión parcial, en el que el espectador es sumergido de a porciones, a lo largo de este plano secuencia. El encuadre cerrado funciona segmentando fuertemente tanto el cuerpo como el paisaje, como también lo hacen los reencuadres operados (esta última palabra no puede ser casual) por un campo estéril (el trozo de tela generalmente verde o celeste que se utiliza en las intervenciones quirúrgicas para aislar la zona sobre la que se trabajará).

Pero esta ambigüedad entre lo visible y lo no visible no se detiene allí, sino que este autorretrato se inscribe alternativamente tanto delante como detrás de la cámara, ya que la artista vuelve a marcar su cuerpo nuevamente, dejando huellas en su piel seca con la punta de una aguja (19) : tampoco la convención que obliga a elegir una u otra relación con la cámara parece tener cabida en esta exploración, tan visceral como estética, del cuerpo como soporte de inscripción físico de la vida.

José Villafañe y Cecilia Salim fuerzan también los límites entre lo que se quiere (y se puede) volver visible en Primera pelea en Venecia (2007), aunque con una estrategia casi opuesta a la del plano secuencia. Si en el video de Requelme el acento estaba necesariamente puesto en la instancia de registro, el recurrir a found footage implica justamente la ausencia de ese registro, y su sustitución por un énfasis en las etapas de selección del material y su posproducción.

Como es de suponerse, la utilización de este material de archivo de imágenes del casamiento y luna de miel de una pareja no busca perpetuar la idealización del pasado, sino justamente cuestionar el innegable límite de una imagen audiovisual a la hora de mostrar (algo un tanto paradójico si se piensa en la función principal del cine y de las artes visuales en general como un dar a ver). De hecho, la pareja protagonista se encuentra hoy separada, y la narración en off de ambos no hace más que rememorar anécdotas anticipatorias de lo que sería luego una deslucida vida de casados (que acabaría en divorcio).

“A ella no le gustaban esas formalidades” testimonia Edmundo Salim sobre la imagen de la que entonces era su mujer, ataviada con el clásico vestido blanco en medio de su fiesta de casamiento. ¿Cuánto deseo puede testimoniar una imagen? ¿Cuánto futuro? ¿Cuánto del presente que está registrando? Jean Louis Comolli (20) asegura que una cámara de cine no sólo registra el mundo, sino que lo altera y es esa relación la que registra. (21) ¿Habrá sido esa cámara hogareña de 8mm partícipe necesaria de esa separación?

En tal caso, Primera pelea en Venecia pone en escena aquello que nunca se retrata, mucho menos en un registro hogareño que uno mismo realiza sobre sí: la duda, la tristeza, la incomodidad. No obstante, la revisión de ese material de archivo por parte de la pareja y por parte de los realizadores subvierte esa función original de atesorar los buenos momentos del pasado, para volverse autopsia del cadáver de una relación.

Por último, Germán Scelso lleva al extremo esta dualidad de lo visible y lo invisible (hasta rozar incluso lo lícito e ilícito) en su trabajo El engaño (2007). Definido como un documental por el propio Scelso, este video también discute, no obstante, la capacidad de las imágenes audiovisuales de volverse documento. En este caso, el punto de partida es el ofrecimiento de dinero al realizador por parte de un anciano, a cambio de su ayuda para matar a una mujer que lo ha estafado. El video consiste entonces en el registro de la explicación sumamente precisa de las instrucciones para el asesinato, por parte de su autor intelectual, Juan Cruz Guerrero. La cámara se intuye pequeña pero no se esconde en ningún momento, siendo partícipe de las acciones y del diálogo entre los dos sujetos.

El trabajo dura una media hora, por lo que al cabo de unos minutos, la duda empieza a instalarse: ¿es posible que alguien que está preparando un crimen lo relate abiertamente sabiéndose grabado? Y a la inversa, ¿es posible que alguien que declara estar llevando a cabo un documental explicite tan abiertamente su intervención sobre la escena, sobre los diálogos, sobre los personajes?

Finalmente, Scelso desiste de realizar el encargo. ¿Quién es entonces el engañado? ¿El realizador? ¿El espectador? ¿El anciano? En rigor, este trabajo es descripto por su realizador como parte de una “experiencia documental de ficción y realidad”, definición que pone en foco el indelegable pacto (tácito muchas veces, naturalizado la mayoría) que todo espectador realiza con la obra frente a la que se encuentra.

Por eso, El Engaño no sólo apela a la figura de lo invisible (sería más preciso hablar de lo invisibilizado) en tanto exhibe un proceso prohibido, nefasto, despreciable, como el de la preparación de un crimen. Sino que ante todo, lo que este trabajo apunta es la inestabilidad de ese régimen de credibilidad y de confianza en el que todo espectador desprevenido se zambulle a la hora de sentarse frente a una pantalla. En palabras del propio Scelso, “por eso no me considero un documentalista propiamente dicho, porque esa concepción clásica de lo documental refiere al documento, al texto o a la imagen como una prueba irrefutable de la verdad, de la realidad. Es decir, lo contrario a la poesía” (22) .

A modo de conclusión, me gustaría retomar aquella idea de Machado respecto a las imágenes como parte de un territorio siempre privado hasta que surge el deseo de compartirlas. En este sentido, creo que lo más atractivo de estos trabajos radica justamente en desbordar creativamente la supuesta rigidez de un límite entre lo interior y lo exterior, lo visible y lo invisible. Pero sobre todo, en combatir la severa idea que sólo es posible conocer lo propio y lo cotidiano: lo que prueban estas obras es, por el contrario, que traspasar el límite que nos aleja de lo extraordinario (aunque éste sea percibido como algo ajeno) está bien al alcance de la mano, radicado ante todo en nuestra mirada y en la forma en que la construimos para aquellos que (afortunadamente) siempre nos la devuelven.


© 2011 UNIVERSIDAD NACIONAL DE TRES DE FEBRERO - Todos los derechos reservados