Videojuegos - I will not make any more boring art - Subvirtiendo elitismo y banalidad

"I will not make any more boring art", "I will not make any more boring art", "I will not make any more boring art" ___________________________________________________________John Baldessari, 1971

El videojuego, ha sobrepasado su “territorio natural” expandiéndose a otros espacios más físicos -que requieren la movilización de facto del jugador- y más conceptuales, donde se abordan temas políticos y sociales como la biotecnología, la emigración, el abuso empresarial o la religión. El videojuego ya no es sólo ocio popular, baja cultura, sino aprendizaje, herramienta de concienciación, e incluso arte.
A lo largo del tiempo la noción de juego ha mutado modificando nuestros hábitos cotidianos, generando nuevas formas de relacionarnos e invadiendo otros ámbitos de carácter social, educativo y científico. Ya en 1938 el historiador Johan Huizinga (1) analizaba en Homo Ludens la influencia del juego como fenómeno cultural, intentando demostrar la insuficiencia de concepciones convencionales como “homo sapiens” y “homo faber”. Sus teorías, no obstante, quedan ahora superadas por el empuje de unas nuevas tecnologías que han conseguido forzar estos cambios de forma exponencial.
El videojuego, en concreto, ha sobrepasado su “territorio natural” expandiéndose a otros espacios más físicos -que requieren la movilización de facto del jugador- y más conceptuales, donde se abordan temas políticos y sociales como la biotecnología, la emigración, el abuso empresarial o la religión. El videojuego ya no es sólo ocio popular, baja cultura, sino aprendizaje, herramienta de concienciación, e incluso arte.
Los primeros intentos de expansión del juego hacia el territorio del arte los protagonizaron movimientos de vanguardias como Dadá, o compositores como John Cage, quien en 1960 ya se atrevió a mostrar su arte a un vasto auditorio en el programa de televisión I've Got A Secret (2) Water Walk fue un peculiar y divertido concierto que Cage tocó con una bañera, cubitos de hielo, 5 radios, una batidora, un patito de goma, un jarrón con flores, una botella de vino, un silbato para patos, un sifón y un piano,… entre otras cosas.
Pero sería su legítimo heredero, Fluxus, quien mejor definiría este propósito. Mediante el concepto “arte diversión”, que George Maciunas propone en su Manifesto on Art Amusement (1965) (3), Fluxus introduce el juego y la diversión en el arte con el objetivo de minar, precisamente, el arte (elitista por definición): “el arte-diversión debe ser simple, divertido, sin pretensiones; interesado en las cosas insignificantes, no pedir ni habilidad particular ni repeticiones innumerables y no tener ningún valor mercantil o institucional (…) Es una mezcla de vodevil de Spike Jones, de gag, de juego de niños y de Duchamp”.
Para Fluxus, el humor, el juego, la burla, el absurdo y la provocación subvierten y devastan el arte “culto”; sus acciones (events, happenings, fluxconcerts), concebidas para la intervención de jugadores múltiples, inciden en la inmaterialidad de la obra y en el proceso antes que en la exhibición (4) ; y sus descabelladas propuestas invitan a la participación física y mental del público, a la diversión,… como una gran parte de los actuales juegos creados por artistas.
El componente de puro disfrute aparece en los soundtoys (5) o juguetes sonorovisuales de Brian Mackern (6) (Living stereo, 2006), donde el jugador interactúa lúdicamente con los instrumentos para generar o remezclar su propio entorno visual y sonoro; y en la pieza Obstruir (2003) (7) de Alex Sanjurjo (8), concebida para ejecutar acciones visuales y sonoras mediante la manipulación violenta, cariñosa, o perversa de un gigantesco joystick. También diversión y creación son los elementos fundamentales de LifeFloor (2008) (9), la instalación de Román Torre basada "el juego de la vida", un algoritmo de los denominados Autómatas Celulares (10) que permite al jugador interactuar con un ecosistema virtual de vida celular e inteligente.
Otros juegos parecen directamente inspirados por Fluxus (11), como Bagatelle Concrète (12) (2006-2008) de Martin Pichlmair y Fares Kayali, una máquina de pinball (o flipper) modificada para tocar música concreta, que evoca en la misma medida los “pianos preparados (13)” de Nam June Paik y la composición musical Reunion (1968) que John Cage organizó a partir del movimiento de las piezas de ajedrez en un tablero electrónico durante su mítica partida con Duchamp (14). En cualquier caso, la obra sigue al pie de la letra el lema de los conciertos Fluxus: “Arrancar la música de la academia, de las orquestas nacionales, de las salas de conciertos soporíferas, con el fin de abrirla a la vida, como un nuevo territorio a musicalizar“ (15).
Tanto Dadá como Fluxus, y alguna neo-vanguardia más, trabajaron intensamente para desbancar a la pintura como forma suprema de arte. Dos de las características que más interesaron a Marcel Duchamp del happening (16) fueron su oposición frontal al cuadro de caballete y su capacidad para generar molestia en el espectador: “Hacer algo para que los demás se molesten cuando lo vean ¡No lo hubiera pensado nunca! Y es una lástima porque es una idea estupenda (…) En un cuadro no se puede causar disgusto. Se puede conseguir, evidentemente, pero es mucho más fácil cuando se utiliza esta faceta semi-teatral (del happening)" (17). En esta exposición hay una pieza que hubiese gustado mucho a Duchamp; alguien la definió una vez como “el lugar donde Sony se cruza con El Club de la Lucha” y desde mi punto de vista le debe bastante a los juegos y happenings de Fluxus; se trata de la Painstation (2002-2005) (18), una máquina de pong para dos jugadores que inflige quemaduras, descargas de corriente y latigazos en la mano de quien falla. Podríamos decir que ha sido desarrollada por Volker Morawe y Tilman Reiff como una especie de “molestia suprema” hacia el espectador,… y como la máquina que ha conseguido romper definitivamente el círculo cerrado de la simulación en el juego. ¿Qué tal si la vemos como un cruce entre la mesa de ping pong con cortes y desniveles que George Maciunas (19) inventó para jugarse con raquetas onduladas, blandas, o agujereadas en el centro, y el happening de Ben Vautier (20) donde se lanzaba con los ojos vendados hacia el público blandiendo un hacha?.
Subvirtiendo las imposiciones de la industria del videojuego

El arte-diversión que idealmente proponía Fluxus en su Manifiesto “cuantitativamente ilimitado, producido en masa, accesible a todos y eventualmente producido por todos”, también encuentra un punto de conexión con la filosofía del movimiento Open Source que defiende la libertad de los usuarios para ejecutar, distribuir, estudiar, cambiar y mejorar el software. Esta concepción tan amplia de acceso a la cultura y a la información fue rápidamente asimilada por los artistas que realizan videojuegos, como por ejemplo, por el pionero Julian Oliver (21), uno de los responsables de Selectparks y creador de numerosas herramientas y juegos desarrollados con software libre. Entre sus diseños originales destaca LevelHead (2007-2008) (22), un impresionante juego de memoria espacial en 3D que utiliza una webcam y una interfaz tangible en forma de cubo. El jugador tiene 2 minutos para conducir al personaje que habita este cubo desde la entrada hacia la salida, a través de 6 habitaciones conectadas entre sí por doce puertas (algunas con trampa). El juego está construido con software libre sobre plataforma Debian y Ubuntu (Linux) y, como sucede con sus otras creaciones, se trata de un juego Open Source.
Pero Oliver, como otros artistas, también se ha dedicado a la práctica de la ingeniería inversa: la libre apropiación y modificación del software de cualquier videojuego con el objetivo de crear otro distinto. La base formal son los patches, o alteraciones de los gráficos, la arquitectura, el sonido y el diseño de personajes de juegos de ordenador que ya existen en el mercado (Doom (23), Quake (24), Wolfenstein 3D (25), Half Life (26), Unreal Tournament (27), Max Payne (28)); el resultado es un mod (modificación) o juego realizado con las herramientas y el motor de un proyecto comercial… que posee copyright.
El objetivo de todos ellos es modificar -generalmente con humor o ironía- el carácter original del juego; parodiar éticas y estéticas preconcebidas. Se trata de actos conceptualmente subversivos que implican una doble intencionalidad: crítica (de revisión) y creativa (de regeneración), pero que también pueden considerarse como un desafío testimonial a las multinacionales que sustentan la industria del videojuego.
En cualquier caso, no es algo que les preocupe demasiado, pues en realidad este tipo de prácticas ayuda a las corporaciones a difundir sus juegos y a aumentar aún más la venta de sus consolas, favoreciendo así la expansión viral de sus productos.
Subvirtiendo las imposiciones de la industria del videojuego

En los últimos años se ha recorrido un camino inverso a los intentos de banalización del arte propuestos por Fluxus: la introducción de temas sociales y políticos en el videojuego está minando la trivialidad que habitualmente se asigna a esta forma de ocio popular, de baja cultura. Primero con fines educativos y después artísticos, se comenzó a cargar de reflexión y contenidos una práctica que, por otra parte, desde el contexto puramente económico siempre se ha tomado muy en serio -desde las grandes fortunas de la industria del videojuego a los miserables sueldos de los gold farmers, pasando por la nueva economía generada por los emprendedores de Second Life.
Algunos juegos de carácter político y activista presentan con una crudeza devastadora las situaciones y conflictos reales que están teniendo lugar en nuestro mundo: UnderSiege (2002) de Radwan Kasmiya (29) (Afkarmedia), nos pone en la piel de un palestino que lucha contra los tanques de Israel o que sobrevive en las cárceles de Jerusalén; Matari 69200 (2005) de Rolando Sánchez utiliza la mítica consola ATARI 2600 para reproducir episodios del cruento enfrentamiento armado que se dio en Perú entre el estado y la guerrilla maoísta Sendero Luminoso y cuya consecuencia fueron las 69200 víctimas mortales que indica el título de la obra.
Otras piezas permiten disfrutar sin dramatismo, incluso con cierto entusiasmo, situaciones reales bastante duras que forman parte de la vida cotidiana de muchas personas. En Estrecho Adventure (1996) (30) de Valeriano López (31) cuenta en clave de animación –machinima antes de la invención del término machinima– las peripecias de un emigrante magrebí en su intento de atravesar el Estrecho para llegar a España y su trabajo después, en los invernaderos del sur, para conseguir los papeles. Y la serie de videojuegos Bordergames (2005–2008) de La Fiambrera es el resultado de varios talleres realizados en diferentes barrios marginales (Lavapiés en Madrid, El Raval en Barcelona, Al-Hoceima-Marruecos, Kreuzberg en Berlín, o La Calzada en Gijón) donde los chavales cuentan y recrean sus experiencias cotidianas para que éstas sean vividas por los jugadores.
De una forma cruda e impactante, o suavizando los hechos con pequeñas dosis de música y espíritu de cooperación, el objetivo de estas obras es provocar la empatía colocando al jugador en el lugar del otro, obligándole a enfrentarse a unos problemas que siempre ha percibido como ajenos y mostrándole la impotencia que se experimenta en la vida real ante la incapacidad de resolver satisfactoriamente la jugada.
Pero un gran porcentaje de obras de game art se dedican a dar una vuelta de tuerca más, presentando algunos aspectos del juego desde un punto de vista lúdico y burlón, cuando no directamente ácido. En la versión “suave que me estás matando” –tremendo estribillo del bolero mexicano Espinita– encontramos dos piezas que utilizan la violencia del videojuego de forma subversiva. En Massage me (2007) (32) de Mika Stomi y Hannah Perner-Wilson se requiere un masajista y un masajeado que se deberá poner un chaleco especial y asumir el papel de ese mirón pasivo omnipresente en todos los videojuegos; los movimientos del masajista son interpretados como acciones (delante, atrás, gira, salta, patada, etc.…) por determinados puntos sensibles del chaleco conectados a una consola de Playstation, de manera que pueden activar los movimientos de los avatares del videojuego; cuanto mejor consiga dar un masaje el masajista, más éxito tendrá en el juego. En SweetPad (2004) (33) , de France Cadet, sólo se puede disparar y matar a los enemigos del famoso videojuego multijugador Quake 3 Arena, acariciando con suma ternura y delicadeza unas bolas-joysticks; cuanto más lento y suave sea el movimiento, más preciso, más letal.
La base de ambas propuestas es que no gana el jugador más experimentado en este tipo de juegos, sino quien aprende más rápidamente las nuevas y antinaturales reglas del juego.
Uno de los mejores ejemplos de la capacidad corrosiva de estos trabajos lo presenta Molleindustria. Su peculiaridad o marca de fábrica estriba en saber mezclar en la dosis justa un diseño y un tipo de juego “simple e inocente” con una mala leche sin límites: Faith Figther (2008), por ejemplo, es un sencillo juego online donde Alá, Dios, Buda y otros “insignes representantes” de estas creencias se atizan hasta ganar o perder la pelea, de manera que la lucha entre religiones se trata de una forma tan directa y literal que consigue evidenciar lo absurdo del problema. Pero en el pantanoso terreno de la religión, Molleindustria logra rizar el rizo con Operation Pedopriest (2007) otro juego online que trata, nada más y nada menos, que de la pedofilia en la curia. En una especie de casita de muñecas donde pululan curas, señoras, obispos y niños, la misión del jugador será evitar que los curas que abusan de los niños sean pillados en plena faena. Así es que, en lugar de impedir el abuso y denunciarlos, la misión del jugador será protegerlos de las consecuencias de sus denigrantes actos… Puede parecer maquiavélico, o simplemente retorcido, pero Molleindustria sólo nos está haciendo estallar en la cara la expresión más ácida de la impotencia porque ¿qué otra actitud se puede esperar de una sociedad que permanece impasible -habrá quien diga que con las manos atadas- ante semejante problema?
Algo drástico, sí, pero tampoco el humor de Fluxus estaba exento de reflexión política y de mala leche: para la obra USA surpasses all Nazi genocides records! (1965) George Maciunas diseñó una bandera estadounidense donde las estrellas son calaveras y las barras describen los tantos por ciento de las principales masacres contra naciones y etnias libradas en el mundo,… con una clara ventaja para los EE.UU. Tan corrosivo como el collage Miss América (1968) de Wolf Vostell, donde la serigrafía de una Miss aparece medio emborronada por la impactante imagen televisiva del asesinato de un vietnamita maniatado.
¿Qué estas obras no siguen los preceptos de humor y juego de Fluxus? ¡Por supuesto que sí! Es humor negro. Y todavía podemos argumentarlo mejor si tenemos en cuenta que el juego lleva implícita la trasgresión, la ignorancia expresa y la invención de las reglas. No se trata de mentiras, sino de pequeños engaños; porque el juego contempla la trampa.
¿Qué estas obras no siguen los preceptos de humor y juego de Fluxus? ¡Por supuesto que sí! Es humor negro. Y todavía podemos argumentarlo mejor si tenemos en cuenta que el juego lleva implícita la trasgresión, la ignorancia expresa y la invención de las reglas. No se trata de mentiras, sino de pequeños engaños; porque el juego contempla la trampa.
Subvirtiendo las imposiciones de la industria del videojuego

Vamos entonces con las trampas de este texto que habla sobre el juego y que se inició tomando prestado el título de la paradójica obra que John Baldessari realizó en 1971, la copia caligráfica repetitiva, tediosa como la letanía de un castigo escolar, de la frase “nunca más haré arte aburrido”. Comencemos con Fluxus, el ghetto más elitista de la historia del arte, cuyos credos rezaban “participación” mientras sus actos excluían expresamente a cualquiera que no perteneciese al grupo: los performers actuaban siempre ante el público, nunca con él.
Sigamos entonces con las obras de game art, ese tipo de trabajos artísticos que tan sólo suelen verse en los círculos cerrados de la alta cultura. Detengámonos en algunas obras que se llaman juegos, pero cuya deficiente o inexistente "jugabilidad" lo pone en duda (no todo lo que reacciona cuando se toca se convierte automáticamente en un juego). Y acabemos (por acabar con algo que me duele especialmente) con los videojuegos políticos del contexto del arte que a duras penas cambiarán la opinión de alguien porque serán jugados, sobre todo, por personas ya sensibles a sus argumentos y previamente concienciadas.
De nuevo, no se trata de mentiras, sólo son las pequeñas paradojas o contradicciones implícitas en cualquier sistema, en cualquier ideario; sólo son algunos de los ángulos ciegos de uno de los mayores sistemas endogámicos del mundo, el contexto del arte.
Esta forma de darle la vuelta a cualquier situación, esta capacidad de sobrepasar la línea hacia uno y otro lado -de transgredir, ignorar o inventarse las reglas, de trampear- demuestra que la naturaleza flexible e irreverente del juego es capaz de transformar cualquier disciplina o territorio, trascendiendo y subvirtiendo sus significados originales para dotarles de un nuevo poder: la capacidad de plantear las preguntas de siempre desde un ángulo completamente distinto. Y nunca más escribiré un texto aburrido.
Texto curatorial del catálogo Homo Ludens Ludens, exhibición en La LABoral Centro de Arte y Creación Industrial de Gijón (España), abril a septiembre de 2008.